El Califato era el territorio bajo jurisdicción del califa, considerado dirigente supremo de la comunidad musulmana y sucesor del profeta Mahoma. Bajo Mahoma, el Estado musulmán era una teocracia que tenía como base jurídica la Sharia, conjunto legislativo fundamentado en los principios religiosos y morales del Islam. Los califas, sucesores de Mahoma, eran jefes seculares y religiosos. Sin embargo, no tenían poder para formular dogma alguno, porque se pensaba que la revelación divina fue manifestada en su totalidad a través del profeta.
Los suníes (seguidores de la Sunna, cuerpo de la ley islámica basada en los ejemplos del profeta), que constituyen el grupo más numeroso del mundo musulmán, conceptúan el periodo de los cuatro primeros califas como la edad de oro del Islam. Sin embargo, otros grupos como los chiitas consideran este periodo de forma diferente. Esta distinta valoración del califato ha producido duros enfrentamientos a lo largo del tiempo entre chiitas y suníes. La cuestión del califato ha suscitado en la historia islámica más discordia que cualquier otro artículo de fe.
Basándose como modelo en el ejemplo que supusieron los primeros cuatro califas sucesores de Mahoma (los llamados rashidun, ‘bien guiados’), los suníes formularon los siguientes requisitos para acceder al califato: el califa debe ser un árabe de la tribu quraysh, a la que pertenecía Mahoma; su elección para la dignidad califal debe ser aprobada por un consejo de ancianos que representen a la comunidad islámica; y debe responsabilizarse del reforzamiento de la ley divina y de la difusión del islam por cualquier medio que se estime necesario, incluido el yihad (guerra santa). No obstante, en la historia del califato no siempre se cumplieron todos estos requisitos.
Por el contrario, los chiitas, considerando que el propio Mahoma había designado a su yerno, Alí ibn Abi Talib, como su sucesor temporal y espiritual, aceptaron sólo a los descendientes de Alí y Fátima (hija de Mahoma) como legítimos pretendientes al califato.
Los sucesores de MahomaMahoma murió en el año 632, sin dejar ninguna instrucción explícita sobre el futuro gobierno de la comunidad musulmana. Un grupo de líderes islámicos se reunieron en Medina (hoy en Arabia Saudí), la capital del mundo islámico en ese momento, y eligieron a Abu Bakr al-Siddiq, suegro de Mahoma, para dirigir la comunidad. Abu Bakr se autoconcedió el título de jalifat Rasul Allah (‘sucesor del enviado de Dios’), del que terminó derivando el término califa (del árabe jalifa, ‘sucesor’).
Umar I se convirtió en el segundo califa en el año 634. En su lecho de muerte, Abu Bakr le había designado como su sucesor y todos los notables de la comunidad musulmana aceptaron de inmediato dicha sucesión. Bajo su liderazgo, tuvo lugar la primera gran expansión del islam fuera de Arabia. Egipto, Siria, Irak y la parte norte de Mesopotamia se convirtieron en territorios islámicos y los ejércitos del Imperio persa fueron derrotados varias veces. Umar añadió el título de amir al-muminin (‘jefe de los creyentes’) al de califa.
Tras la muerte de Umar en el año 644, Utmán ibn Affan, yerno de Mahoma y uno de sus primeros conversos, fue proclamado tercer califa por un consejo de seis miembros, elegidos entre los mejores compañeros de Mahoma, según la tradición. Aunque era ya anciano, continuó la política de expansión territorial de Umar. Sin embargo, al final, Utmán se ganó la enemistad de muchos de sus súbditos, que se quejaban de que favorecía a la aristocracia de La Meca en asuntos políticos y comerciales. Utmán también protagonizó una gran rivalidad con los predicadores islámicos, al publicar un texto oficial del Corán y ordenar la destrucción de todas las demás versiones existentes. Las tropas musulmanas rebeldes de Kufa (Irak) y Egipto asediaron a Utmán en Medina y le asesinaron en el año 656.
Alí, primo y yerno de Mahoma, fue reconocido como cuarto califa por los habitantes de Medina y las tropas musulmanas insurgentes. El gobernador de Siria, Muawiya, más tarde Muawiya I, primer califa de la familia Omeya, se negó a reconocer a Alí como califa y quiso vengar la muerte de su pariente Utmán. En el año 657, los dos grupos rivales se encontraron en la llanura de Siffin (en el norte de Siria), cerca del emplazamiento de la moderna ciudad de Raqqa. Allí, tras una batalla que finalizó con un incierto resultado, llegaron a un acuerdo para, mediante un arbitraje, poner fin a su disputa. Airado por esta concesión de Alí, al haberse doblegado a una posible solución de compromiso, un grupo de sus seguidores, más tarde conocidos como jariyíes, desertaron y decidieron matar a Alí y a Muawiya. Sólo culminaron su propósito con el primero. El hijo de Alí, Hassan, reclamó entonces (661) el todavía disputado califato, pero abdicó a los pocos meses debido a la presión ejercida por parte de los seguidores de Muawiya, quienes superaban en número a los seguidores de Alí, ya denominados chiitas.
La dinastía Omeya (661-750)
Procedente de una familia de comerciantes aristócratas, los Omeya, Muawiya estabilizó durante su reinado la situación de la comunidad musulmana tras el asesinato de Alí. Trasladó la capital de Medina a Damasco, poniendo a los gobernantes musulmanes en contacto con las tradiciones culturales y administrativas más avanzadas del Imperio Bizantino. Muawiya también estableció el principio de sucesión califal, designando como heredero indiscutible a su hijo Yazid y haciendo prometer al consejo de ancianos que apoyarían al heredero designado. La práctica de la sucesión hereditaria continuó durante todo el califato Omeya, al igual que en las siguientes dinastías. No obstante, muchos musulmanes negaron más tarde su aprobación, por considerar esa práctica una desviación de la naturaleza esencial del islam.
Los chiitas, jariyíes y otros grupos religiosos de musulmanes y conversos no árabes (en árabe, mawali) se rebelaron a menudo contra los Omeyas. Los mawali acusaban a los Omeyas de relajamiento religioso e indiferencia a sus demandas para convertir a la comunidad islámica en una fraternidad total. A pesar de todo, los califas Omeyas expandieron en gran medida el imperio musulmán y crearon una burocracia capaz de administrarlo. Bajo esta dinastía, los ejércitos musulmanes se extendieron hacia el este hasta las fronteras de India y China, al oeste por el norte de África hasta el océano Atlántico, ocupando la península Ibérica, excepto el norte cantábrico, e incluso penetraron en el reino de los francos, donde Carlos Martel los detuvo cerca de Poitiers en el año 732.
La dinastía Abasí (750-1258)
Los Omeyas fueron derrotados por una coalición de chiitas, iraníes y otras comunidades musulmanas y no musulmanas insatisfechas con su régimen. Los rebeldes fueron dirigidos por la familia Abasí, descendiente de un tío de Mahoma, Abbas, de donde procede su nombre. Los Abasíes ejecutaron a la mayoría de los miembros del antiguo clan dirigente, trasladaron la capital del imperio a Bagdad e imitaron en su corte gran parte de la pompa y ceremonia de la anterior monarquía persa.
Los Abasíes se convirtieron en grandes mecenas del conocimiento y estimularon el cumplimiento de la disciplina religiosa. Fueron los primeros gobernadores musulmanes que se comportaron como auténticos dirigentes de una civilización islámica y protectores de una religión, más que como meros aristócratas árabes que imponían su cultura en los territorios ocupados. Bajo su califato, Bagdad reemplazó a Medina como centro de la actividad teológica y política, la industria y el comercio se desarrollaron en gran medida y el imperio islámico alcanzó su máximo auge material e intelectual.
A finales del siglo IX, los califas Abasíes empezaron a delegar responsabilidades administrativas en ministros y otros funcionarios gubernamentales, perdiendo control sobre sus guardias personales en Bagdad. A medida que disminuía su poder político y personal, los califas dieron mayor importancia a su papel como protectores de la fe. Resultado de esta evolución fue la creciente persecución de los herejes y de los no musulmanes. En esa misma época, varias revueltas triunfantes acaecidas en las provincias orientales del califato condujeron al surgimiento de principados independientes y, en último extremo, al establecimiento de califatos autónomos en el norte de África y la península Ibérica. El poder de los Abasíes quedó pronto reducido a Bagdad y sus proximidades y, a mediados del siglo X, había declinado tanto que los califas quedaron a merced de sus jefes militares. El final de la dinastía Abasí llegó desde fuera del mundo musulmán, cuando al-Mustasim fue ejecutado por los invasores mongoles dirigidos por un nieto de Gengis Kan, Hulagu Kan.
La dinastía Abasí de El Cairo (1261-1517)Cuando los mongoles saquearon Bagdad en 1258, dos miembros de la familia Abasí huyeron a Egipto, donde se refugiaron bajo la protección del sultán mameluco Baybars I, el cual nombró sucesivamente califas a ambos refugiados; se les permitió sólo asumir deberes religiosos y los herederos del segundo de ellos quedaron sometidos a los sultanes mamelucos.
La dinastía Fatimí y Los Omeyas de España
Durante el siglo X se establecieron dos califatos rivales, síntoma del inicio de la decadencia del califato Abasí, uno en el norte de África y otro en la península Ibérica. El primero, regido por la dinastía Fatimí, fue fundado por Ubayd Allah, quien se proclamó a sí mismo califa de Túnez en el año 909. Los fatimíes eran chiitas, y se proclamaban descendientes de Fátima (de donde proviene su nombre), hija de Mahoma, y de su esposo Alí, a quien consideran el cuarto califa. En la cima de su poder, a mediados del siglo X, el califato Fatimí constituía una seria amenaza para los Abasíes de Bagdad. La dinastía Fatimí gobernó la mayor parte del norte de África, desde Egipto hasta la actual Argelia, además de Sicilia y Siria. El califato Fatimí proclamó su lealtad a los fundamentos chiitas, tanto dentro como fuera de sus dominios, y no reconoció nunca la autoridad Abasí. Desde su capital, localizada en El Cairo, numerosos misioneros fueron enviados al resto del mundo musulmán, para que afirmaran la infalibilidad de los califas Fatimíes, que recibían la iluminación divina directamente de Alí. La dinastía fue derrocada en 1171 por Saladino, que se proclamó sultán de Egipto.
El segundo califato independiente se estableció en al-Andalus (territorios musulmanes de la península Ibérica) cuando Abd al-Rahman III se proclamó, en el 929, califa y Amir al-muminin (‘jefe de los creyentes’) con el sobrenombre de al-Nasir li din Allah (‘Defensor de la religión de Alá’). La proclamación del califato por Abd al-Rahman III, supuso la ruptura de los lazos religiosos formales con Bagdad. Su acción vino motivada, además de por la intención de completar la independencia del emirato Omeya de Córdoba, por el temor a que la fundación del califato Fatimí en Egipto pusiera en peligro la sumisión de los territorios conquistados del norte de África, de lo que dependía el aprovisionamiento de cereales de al-Andalus. Fueron, por tanto, consideraciones políticas, y no religiosas, las que provocaron la proclamación del califato de Córdoba.
Durante su reinado, Abd al-Rahman III consiguió eliminar el peligro que suponían los reinos cristianos del norte peninsular, así como las discrepancias en el interior de su territorio. Como consecuencia de ello, al-Andalus gozó entonces de su máximo apogeo político e intelectual, convirtiéndose en el más importante centro cultural de Occidente, favoreciendo la convivencia de musulmanes, judíos y cristianos. Poco después de su muerte (1002), el espacio político del califato de Córdoba se disgregó en treinta reinos de taifas (1031); la atomización de poder que esto produjo, junto al progresivo avance territorial de los reinos cristianos del norte, provocaron el inicio del fin de la presencia musulmana en la península Ibérica, hecho que se produciría de forma definitiva en 1492.
Los Otomanos y el periodo modernoDesde el siglo XIII, algunos nobles y príncipes del mundo musulmán, en particular los sultanes del Imperio Otomano, asumieron el título de califa de forma arbitraria y sin atender a los requisitos prescritos para el ejercicio del califato. El título tuvo poca importancia para los sultanes otomanos hasta que su imperio se sumió en la decadencia. En el siglo XIX, con la llegada de las potencias occidentales al Oriente Próximo, el sultán empezó a subrayar su papel de califa en un esfuerzo por obtener el apoyo de los musulmanes que vivían fuera de su reino. El Imperio otomano sufrió un golpe decisivo durante la I Guerra Mundial. Acabada la contienda, los nacionalistas turcos derrocaron al sultán, y el califato fue definitivamente abolido en 1923 por la Gran Asamblea Nacional Turca.
La abolición del califato trajo consigo una gran consternación en la mayor parte del mundo islámico y surgieron infinidad de protestas en contra de la acción del gobierno turco. Con posterioridad, el rey Husayn ibn Alí del Hiyaz (Hejaz, en la actualidad parte de Arabia Saudí) reclamó el título en virtud de su descendencia directa del profeta y su control de las dos ciudades santas, La Meca y Medina. A pesar de ello, su petición tuvo muy poca repercusión fuera de Palestina, Siria, y parte de Arabia. La conquista (1925) del Hiyaz por Abdul Aziz ibn Saud, gobernante de Najd (Arabia), hizo parecer incluso más insignificante la reclamación de Husayn.
En 1926 tuvo lugar en El Cairo un congreso internacional musulmán para escoger a un sucesor aceptable para el califato, pero este intento resultó fallido, desembocando sólo en una llamada a los musulmanes del mundo para trabajar juntos con el fin de restablecer un califato. Desde la II Guerra Mundial, la preocupación de los estados islámicos se ha centrado en lograr la independencia nacional y en la resolución de sus problemas económicos, siendo la restauración del califato un tema irrelevante.
Los suníes (seguidores de la Sunna, cuerpo de la ley islámica basada en los ejemplos del profeta), que constituyen el grupo más numeroso del mundo musulmán, conceptúan el periodo de los cuatro primeros califas como la edad de oro del Islam. Sin embargo, otros grupos como los chiitas consideran este periodo de forma diferente. Esta distinta valoración del califato ha producido duros enfrentamientos a lo largo del tiempo entre chiitas y suníes. La cuestión del califato ha suscitado en la historia islámica más discordia que cualquier otro artículo de fe.
Basándose como modelo en el ejemplo que supusieron los primeros cuatro califas sucesores de Mahoma (los llamados rashidun, ‘bien guiados’), los suníes formularon los siguientes requisitos para acceder al califato: el califa debe ser un árabe de la tribu quraysh, a la que pertenecía Mahoma; su elección para la dignidad califal debe ser aprobada por un consejo de ancianos que representen a la comunidad islámica; y debe responsabilizarse del reforzamiento de la ley divina y de la difusión del islam por cualquier medio que se estime necesario, incluido el yihad (guerra santa). No obstante, en la historia del califato no siempre se cumplieron todos estos requisitos.
Por el contrario, los chiitas, considerando que el propio Mahoma había designado a su yerno, Alí ibn Abi Talib, como su sucesor temporal y espiritual, aceptaron sólo a los descendientes de Alí y Fátima (hija de Mahoma) como legítimos pretendientes al califato.
Los sucesores de MahomaMahoma murió en el año 632, sin dejar ninguna instrucción explícita sobre el futuro gobierno de la comunidad musulmana. Un grupo de líderes islámicos se reunieron en Medina (hoy en Arabia Saudí), la capital del mundo islámico en ese momento, y eligieron a Abu Bakr al-Siddiq, suegro de Mahoma, para dirigir la comunidad. Abu Bakr se autoconcedió el título de jalifat Rasul Allah (‘sucesor del enviado de Dios’), del que terminó derivando el término califa (del árabe jalifa, ‘sucesor’).
Umar I se convirtió en el segundo califa en el año 634. En su lecho de muerte, Abu Bakr le había designado como su sucesor y todos los notables de la comunidad musulmana aceptaron de inmediato dicha sucesión. Bajo su liderazgo, tuvo lugar la primera gran expansión del islam fuera de Arabia. Egipto, Siria, Irak y la parte norte de Mesopotamia se convirtieron en territorios islámicos y los ejércitos del Imperio persa fueron derrotados varias veces. Umar añadió el título de amir al-muminin (‘jefe de los creyentes’) al de califa.
Tras la muerte de Umar en el año 644, Utmán ibn Affan, yerno de Mahoma y uno de sus primeros conversos, fue proclamado tercer califa por un consejo de seis miembros, elegidos entre los mejores compañeros de Mahoma, según la tradición. Aunque era ya anciano, continuó la política de expansión territorial de Umar. Sin embargo, al final, Utmán se ganó la enemistad de muchos de sus súbditos, que se quejaban de que favorecía a la aristocracia de La Meca en asuntos políticos y comerciales. Utmán también protagonizó una gran rivalidad con los predicadores islámicos, al publicar un texto oficial del Corán y ordenar la destrucción de todas las demás versiones existentes. Las tropas musulmanas rebeldes de Kufa (Irak) y Egipto asediaron a Utmán en Medina y le asesinaron en el año 656.
Alí, primo y yerno de Mahoma, fue reconocido como cuarto califa por los habitantes de Medina y las tropas musulmanas insurgentes. El gobernador de Siria, Muawiya, más tarde Muawiya I, primer califa de la familia Omeya, se negó a reconocer a Alí como califa y quiso vengar la muerte de su pariente Utmán. En el año 657, los dos grupos rivales se encontraron en la llanura de Siffin (en el norte de Siria), cerca del emplazamiento de la moderna ciudad de Raqqa. Allí, tras una batalla que finalizó con un incierto resultado, llegaron a un acuerdo para, mediante un arbitraje, poner fin a su disputa. Airado por esta concesión de Alí, al haberse doblegado a una posible solución de compromiso, un grupo de sus seguidores, más tarde conocidos como jariyíes, desertaron y decidieron matar a Alí y a Muawiya. Sólo culminaron su propósito con el primero. El hijo de Alí, Hassan, reclamó entonces (661) el todavía disputado califato, pero abdicó a los pocos meses debido a la presión ejercida por parte de los seguidores de Muawiya, quienes superaban en número a los seguidores de Alí, ya denominados chiitas.
El Califato Omeya |
Procedente de una familia de comerciantes aristócratas, los Omeya, Muawiya estabilizó durante su reinado la situación de la comunidad musulmana tras el asesinato de Alí. Trasladó la capital de Medina a Damasco, poniendo a los gobernantes musulmanes en contacto con las tradiciones culturales y administrativas más avanzadas del Imperio Bizantino. Muawiya también estableció el principio de sucesión califal, designando como heredero indiscutible a su hijo Yazid y haciendo prometer al consejo de ancianos que apoyarían al heredero designado. La práctica de la sucesión hereditaria continuó durante todo el califato Omeya, al igual que en las siguientes dinastías. No obstante, muchos musulmanes negaron más tarde su aprobación, por considerar esa práctica una desviación de la naturaleza esencial del islam.
Los chiitas, jariyíes y otros grupos religiosos de musulmanes y conversos no árabes (en árabe, mawali) se rebelaron a menudo contra los Omeyas. Los mawali acusaban a los Omeyas de relajamiento religioso e indiferencia a sus demandas para convertir a la comunidad islámica en una fraternidad total. A pesar de todo, los califas Omeyas expandieron en gran medida el imperio musulmán y crearon una burocracia capaz de administrarlo. Bajo esta dinastía, los ejércitos musulmanes se extendieron hacia el este hasta las fronteras de India y China, al oeste por el norte de África hasta el océano Atlántico, ocupando la península Ibérica, excepto el norte cantábrico, e incluso penetraron en el reino de los francos, donde Carlos Martel los detuvo cerca de Poitiers en el año 732.
El Califato Abasí |
Los Omeyas fueron derrotados por una coalición de chiitas, iraníes y otras comunidades musulmanas y no musulmanas insatisfechas con su régimen. Los rebeldes fueron dirigidos por la familia Abasí, descendiente de un tío de Mahoma, Abbas, de donde procede su nombre. Los Abasíes ejecutaron a la mayoría de los miembros del antiguo clan dirigente, trasladaron la capital del imperio a Bagdad e imitaron en su corte gran parte de la pompa y ceremonia de la anterior monarquía persa.
Los Abasíes se convirtieron en grandes mecenas del conocimiento y estimularon el cumplimiento de la disciplina religiosa. Fueron los primeros gobernadores musulmanes que se comportaron como auténticos dirigentes de una civilización islámica y protectores de una religión, más que como meros aristócratas árabes que imponían su cultura en los territorios ocupados. Bajo su califato, Bagdad reemplazó a Medina como centro de la actividad teológica y política, la industria y el comercio se desarrollaron en gran medida y el imperio islámico alcanzó su máximo auge material e intelectual.
A finales del siglo IX, los califas Abasíes empezaron a delegar responsabilidades administrativas en ministros y otros funcionarios gubernamentales, perdiendo control sobre sus guardias personales en Bagdad. A medida que disminuía su poder político y personal, los califas dieron mayor importancia a su papel como protectores de la fe. Resultado de esta evolución fue la creciente persecución de los herejes y de los no musulmanes. En esa misma época, varias revueltas triunfantes acaecidas en las provincias orientales del califato condujeron al surgimiento de principados independientes y, en último extremo, al establecimiento de califatos autónomos en el norte de África y la península Ibérica. El poder de los Abasíes quedó pronto reducido a Bagdad y sus proximidades y, a mediados del siglo X, había declinado tanto que los califas quedaron a merced de sus jefes militares. El final de la dinastía Abasí llegó desde fuera del mundo musulmán, cuando al-Mustasim fue ejecutado por los invasores mongoles dirigidos por un nieto de Gengis Kan, Hulagu Kan.
La dinastía Abasí de El Cairo (1261-1517)Cuando los mongoles saquearon Bagdad en 1258, dos miembros de la familia Abasí huyeron a Egipto, donde se refugiaron bajo la protección del sultán mameluco Baybars I, el cual nombró sucesivamente califas a ambos refugiados; se les permitió sólo asumir deberes religiosos y los herederos del segundo de ellos quedaron sometidos a los sultanes mamelucos.
El Califato de Córdoba |
Durante el siglo X se establecieron dos califatos rivales, síntoma del inicio de la decadencia del califato Abasí, uno en el norte de África y otro en la península Ibérica. El primero, regido por la dinastía Fatimí, fue fundado por Ubayd Allah, quien se proclamó a sí mismo califa de Túnez en el año 909. Los fatimíes eran chiitas, y se proclamaban descendientes de Fátima (de donde proviene su nombre), hija de Mahoma, y de su esposo Alí, a quien consideran el cuarto califa. En la cima de su poder, a mediados del siglo X, el califato Fatimí constituía una seria amenaza para los Abasíes de Bagdad. La dinastía Fatimí gobernó la mayor parte del norte de África, desde Egipto hasta la actual Argelia, además de Sicilia y Siria. El califato Fatimí proclamó su lealtad a los fundamentos chiitas, tanto dentro como fuera de sus dominios, y no reconoció nunca la autoridad Abasí. Desde su capital, localizada en El Cairo, numerosos misioneros fueron enviados al resto del mundo musulmán, para que afirmaran la infalibilidad de los califas Fatimíes, que recibían la iluminación divina directamente de Alí. La dinastía fue derrocada en 1171 por Saladino, que se proclamó sultán de Egipto.
El segundo califato independiente se estableció en al-Andalus (territorios musulmanes de la península Ibérica) cuando Abd al-Rahman III se proclamó, en el 929, califa y Amir al-muminin (‘jefe de los creyentes’) con el sobrenombre de al-Nasir li din Allah (‘Defensor de la religión de Alá’). La proclamación del califato por Abd al-Rahman III, supuso la ruptura de los lazos religiosos formales con Bagdad. Su acción vino motivada, además de por la intención de completar la independencia del emirato Omeya de Córdoba, por el temor a que la fundación del califato Fatimí en Egipto pusiera en peligro la sumisión de los territorios conquistados del norte de África, de lo que dependía el aprovisionamiento de cereales de al-Andalus. Fueron, por tanto, consideraciones políticas, y no religiosas, las que provocaron la proclamación del califato de Córdoba.
Durante su reinado, Abd al-Rahman III consiguió eliminar el peligro que suponían los reinos cristianos del norte peninsular, así como las discrepancias en el interior de su territorio. Como consecuencia de ello, al-Andalus gozó entonces de su máximo apogeo político e intelectual, convirtiéndose en el más importante centro cultural de Occidente, favoreciendo la convivencia de musulmanes, judíos y cristianos. Poco después de su muerte (1002), el espacio político del califato de Córdoba se disgregó en treinta reinos de taifas (1031); la atomización de poder que esto produjo, junto al progresivo avance territorial de los reinos cristianos del norte, provocaron el inicio del fin de la presencia musulmana en la península Ibérica, hecho que se produciría de forma definitiva en 1492.
Los Otomanos y el periodo modernoDesde el siglo XIII, algunos nobles y príncipes del mundo musulmán, en particular los sultanes del Imperio Otomano, asumieron el título de califa de forma arbitraria y sin atender a los requisitos prescritos para el ejercicio del califato. El título tuvo poca importancia para los sultanes otomanos hasta que su imperio se sumió en la decadencia. En el siglo XIX, con la llegada de las potencias occidentales al Oriente Próximo, el sultán empezó a subrayar su papel de califa en un esfuerzo por obtener el apoyo de los musulmanes que vivían fuera de su reino. El Imperio otomano sufrió un golpe decisivo durante la I Guerra Mundial. Acabada la contienda, los nacionalistas turcos derrocaron al sultán, y el califato fue definitivamente abolido en 1923 por la Gran Asamblea Nacional Turca.
La abolición del califato trajo consigo una gran consternación en la mayor parte del mundo islámico y surgieron infinidad de protestas en contra de la acción del gobierno turco. Con posterioridad, el rey Husayn ibn Alí del Hiyaz (Hejaz, en la actualidad parte de Arabia Saudí) reclamó el título en virtud de su descendencia directa del profeta y su control de las dos ciudades santas, La Meca y Medina. A pesar de ello, su petición tuvo muy poca repercusión fuera de Palestina, Siria, y parte de Arabia. La conquista (1925) del Hiyaz por Abdul Aziz ibn Saud, gobernante de Najd (Arabia), hizo parecer incluso más insignificante la reclamación de Husayn.
En 1926 tuvo lugar en El Cairo un congreso internacional musulmán para escoger a un sucesor aceptable para el califato, pero este intento resultó fallido, desembocando sólo en una llamada a los musulmanes del mundo para trabajar juntos con el fin de restablecer un califato. Desde la II Guerra Mundial, la preocupación de los estados islámicos se ha centrado en lograr la independencia nacional y en la resolución de sus problemas económicos, siendo la restauración del califato un tema irrelevante.
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