Las Cruzadas

Origen
Desde la Edad Media el significado de la palabra cruzada se utilizó para incluir a todas las guerras emprendidas en cumplimiento de un voto y dirigidas contra infieles, por ejemplo, contra musulmanes, paganos, herejes, o aquellos bajo edicto de excomunión.

Sin embargo, utilizada con un criterio estricto, la idea de la cruzada corresponde a una concepción política que se dio sólo en la Cristiandad del siglo XI al XV; suponía una unión de todos los pueblos y soberanos bajo la dirección de los papas. Todas las cruzadas se anunciaron por la predicación. Después de pronunciar un voto solemne, cada guerrero recibía una cruz de las manos del Papa o de su legado, y era desde ese momento considerado como un soldado de la Iglesia. A los cruzados también se les concedían indulgencias y privilegios temporales, tales como exención de la jurisdicción civil, inviolabilidad de personas o tierras, etc.

De todas esas guerras emprendidas en nombre de la Cristiandad, las más importantes fueron las Cruzadas Orientales, con el objetivo específico de restablecer el control cristiano de Tierra Santa, que se libraron durante un período de casi 200 años, entre 1095 y 1291.

Motivos
Aparte de la recuperación de los Santos Lugares, con su clara connotación religiosa, los Papas vieron las Cruzadas como un instrumento de ensamblaje espiritual que superase las tensiones entre Roma y Constantinopla, que además elevaría su prestigio en la lucha contra los emperadores germanos, afianzando su poder sobre los poderes laicos. También como un medio de desviar la guerra endémica entre los señores cristianos hacia una causa justa que pudiera ser común a todos ellos, la lucha contra el infiel.



El éxito de esta iniciativa y su conversión en un fenómeno histórico que se extenderá durante dos siglos, se deberá tanto a aspectos de la vida económica y social de los siglos XI al XIII, como a cuestiones políticas y religiosas, en las que intervendrán una gran variedad de agentes: como la difícil situación de las masas populares de Europa occidental; el ambiente escatológico, que hacía de la peregrinación a Jerusalén el cumplimiento del supremo destino religioso de los fieles; o los intereses comerciales de las ciudades del norte de Italia que participaban en estas expediciones y que encontraron en las cruzadas su oportunidad de intensificar sus relaciones comerciales con el mediterráneo oriental, convirtiéndose en las grandes beneficiarias del proceso. Los comerciantes italianos reabrieron el Mediterráneo oriental al comercio occidental, monopolizaron el tráfico y se convirtieron en intermediarios y distribuidores en Europa de las especies y otros productos traídos de China e India.

También tuvo su papel la necesidad de expansión de la sociedad feudal, en la que el marco de la organización señorial se vio desbordado por el crecimiento, obligando a emigrar a muchos segundones de la pequeña nobleza en busca de nuevas posibilidades de lucro. De esta procedencia eran la mayoría de los caballeros franconormandos que formaron la mayor parte de los contingentes de la primera cruzada.

Antecedentes
En torno al año 1000, Constantinopla se erigía como la ciudad más próspera y poderosa del mundo conocido. Situada en una posición fácilmente defendible, en medio de las principales rutas comerciales, y con un gobierno centralizado y absoluto en la persona del Emperador, además de un ejército capaz y profesional, hacían de la ciudad y los territorios gobernados por ésta (el Imperio Bizantino) una nación sin par en todo el orbe. Gracias a las acciones emprendidas por el Emperador Basilio II Bulgaroktonos, los enemigos más cercanos a sus fronteras habían sido humillados y absorbidos en su totalidad.

Sin embargo, tras la muerte de Basilio, monarcas menos competentes ocuparon el trono bizantino, al tiempo que en el horizonte surgía una nueva amenaza proveniente de Asia Central. Eran los turcos, tribus nómadas que, en el transcurso de esos años, se habían convertido al Islam. Una de esas tribus, los turcos selyúcidas (llamadas así por su mítico líder Selyuk), con todo el fanatismo de los recién conversos, se lanzó contra el "infiel" Imperio Bizantino. En la batalla de Manzikert, en el año 1071, el grueso del ejército imperial fue arrasado por las tropas turcas, y uno de los co-Emperadores (Romano IV) fue capturado. A raíz de esta debacle, los Bizantinos debieron ceder la mayor parte de Asia Menor a los selyúcidas. Ahora había fuerzas musulmanas apostadas a escasos kilómetros de la misma Constantinopla.
Por otra parte, los turcos también habían avanzado en dirección sur, hacia Siria y Palestina. Una a una las ciudades del Mediterráneo Oriental cayeron en sus manos, y en 1070, un año antes de Manzikert, entraron en la Ciudad Santa, Jerusalén.

Estos dos hechos conmocionaron tanto a Europa Occidental como a la Oriental. Ambos empezaron a temer que los turcos fueran a engullir lentamente al mundo cristiano, haciendo desaparecer su religión. Además, empezaron a llegar numerosos rumores acerca de torturas y otros horrores cometidos contra peregrinos en Jerusalén por las autoridades turcas. La paciencia iba a agotarse en algún momento.

En 1074, el papa Gregorio VII llamó a los milites Christi ("soldados de Cristo") para que fuesen en ayuda del Imperio bizantino tras su dura derrota en la batalla de Mantzikert. Su llamada, si bien fue ampliamente ignorada e incluso recibió bastante oposición, junto con el gran número de peregrinos que viajaban a Tierra Santa durante el siglo XI y a los que la conquista de Anatolia había cerrado las rutas terrestres hacia Jerusalén, sirvieron para enfocar gran parte de la atención de occidente en los acontecimientos de oriente.

En 1081, subió al trono Bizantino un general capaz, Alejo Comneno, que decidió hacer frente de manera enérgica al expansionismo turco. Pero pronto se dio cuenta de que no podría hacer el trabajo solo, por lo que inició acercamientos con Occidente, a pesar de que las ramas occidental y oriental de la cristiandad habían roto relaciones en 1054. Alejo estaba interesado en poder contar con un ejército mercenario occidental que, unido a las fuerzas imperiales, atacaran a los turcos en su base y los mandaran de vuelta a Asia Central. Deseaba en particular usar soldados normandos, los cuales habían conquistado el reino de Inglaterra en 1066 y por la misma época habían expulsado a los mismos bizantinos del sur de Italia. Debido a estos encuentros, Alejo conocía muy bien el poder de los normandos. Y ahora los quería como aliados.

Alejo envió emisarios a hablar directamente con el papa Urbano II, para pedirle su intercesión en el reclutamiento de los mercenarios. El Papado ya se había mostrado capaz de intervenir en asuntos militares cuando promulgó la llamada "Tregua de Dios", mediante la cual se prohibía el combate desde el viernes al atardecer hasta el lunes al amanecer, lo cual disminuyó notablemente las contiendas entre los pendencieros nobles. Ahora era otra oportunidad de demostrar el poder del papa sobre la voluntad de Europa.

En 1095, Urbano II convocó un concilio en la ciudad de Piacenza. Allí expuso la propuesta del Emperador, pero el conflicto de los obispos asistentes al concilio, incluido el Papa, con el Sacro Emperador Romano Germánico, Enrique IV (quien estaba apoyando a un anti Papa, Clemente III), primaron sobre el estudio de la petición de Constantinopla.

La invitación a una cruzada masiva contra los turcos arribaría en forma de embajadas francesas e inglesas a las cortes de los reinos medievales más importantes: Francia, Inglaterra, Alemania y Hungría. El anuncio formal sería en el Concilio de Clermont, que se reunió en el corazón de Francia el 27 de noviembre de 1095, el papa Urbano pronunció un inspirado sermón frente a una gran audiencia de nobles y clérigos franceses. Hizo un llamamiento a su audiencia para que arrebatasen el control de Jerusalén de las manos de los musulmanes y, para enfatizar su llamamiento, explicó que Francia sufría sobrepoblación, y que la tierra de Canaán se encontraba a su disposición rebosante de leche y de miel. Habló de los problemas de la violencia entre los nobles y que la solución era girarse para ofrecer la espada al servicio de Dios: "Haced que los ladrones se vuelvan caballeros". Habló de las recompensas tanto terrenales como espirituales, ofreciendo el perdón de los pecados a todo aquel que muriese en la misión divina. Urbano hizo esta promesa investido de la legitimidad espiritual que le daba el cargo papal, y la multitud se dejó llevar en el frenesí religioso y en el entusiasmo por la misión interrumpiendo su discurso con gritos de Deus vult! (¡Dios lo quiere!) que habría de convertirse en el lema de la Primera Cruzada.

La sociedad europea, había ido acumulando un considerable potencial bélico. Por otra parte, el Islam se había erigido en un peligroso y fuerte enemigo. Ambas cosas se aunaron y dieron origen a las Cruzadas, proyectadas por la Cristiandad Occidental para salvar a la Cristiandad Oriental de los musulmanes. El resultado, sin embargo, quedó lejos de los propósitos y el movimiento cruzado, considerado históricamente, fue un fracaso discutible (aunque más de cien años de comercio demuestren lo contrario).


El contexto oriental
A finales del siglo XI, hacia el este, el vecino más cercano de la cristiandad occidental era la cristiandad oriental: el Imperio bizantino, un imperio cristiano que desde el Cisma de Oriente de 1054 había roto explícitamente sus vínculos con el Papa de Roma, cuya autoridad dejó de reconocerse (de hecho, nunca se había aceptado más que como la de un primum inter pares junto a los patriarcas). Diferencias dogmáticas (la cláusula filioque y la eucaristía acimita o procimita) permitieron definir la oposición entre la Iglesia Católica occidental y la Iglesia Ortodoxa oriental. Las últimas derrotas militares del Imperio bizantino frente a sus vecinos habían provocado una profunda inestabilidad que sólo se solucionaría con el ascenso al poder del general Alejo I Comneno como basileus (emperador). Bajo su reinado, el imperio estaba confinado en Europa y la costa oeste de Anatolia y se enfrentaba a muchos enemigos, con los normandos al oeste y los selyúcidas al este. Más hacia el este, Anatolia, Siria, Palestina y Egipto se encontraban bajo el control musulmán, aunque hasta cierto punto fragmentadas por cuestiones culturales en la época de la Primera Cruzada. Este hecho contribuyó al éxito de esta campaña.

Anatolia y Siria se encontraban bajo el control de los selyúcidas suníes, que antiguamente habían formado un gran imperio, pero que en ese momento estaban divididos en estados más pequeños. El sultán Alp Arslan había derrotado al Imperio bizantino en la Batalla de Manzikert, en 1071, y había logrado incorporar gran parte de Anatolia al imperio.[4] Sin embargo, el imperio se dividió tras su muerte al año siguiente. Malik Shah I sucedió a Alp Arslan y continuaría reinando hasta 1092, periodo en el que el imperio selyúcida se enfrentaría a la rebelión interna. En el Sultanato de Rüm, en Anatolia, Malik Shah I sería sucedido por Kilij Arslan I, y en Siria por su hermano Tutush I, que murió en 1095. Los hijos de este último, Radwan y Duqaq, heredaron Alepo y Damasco respectivamente, dividiendo Siria todavía más entre distintos emires enfrentados entre ellos y enfrentados también con Kerbogha, el atabeg de Mosul. Todos estos estados estaban más preocupados en mantener sus propios territorios y en controlar los de sus vecinos que en cooperar entre ellos para hacer frente a la amenaza cruzada.

En otros lugares de lo que nominalmente era territorio selyúcida se había consolidado también la dinastía artúquida. En particular, esta nueva dinastía controlaba el noroeste de Siria y el norte de Mesopotamia, y también controló Jerusalén hasta 1098. Al este de Anatolia y al norte de Siria se fundó un nuevo estado, gobernado por la que se conocería como la dinastía de los danisméndidas por haber sido fundada por un mercenario selyúcida conocido como Danishmend. Los cruzados no llegaron a tener ningún contacto significativo con estos grupos hasta después de la Cruzada. Por último, también hay que tener en cuenta a los nizaríes, que por entonces estaban comenzando a tener cierta relevancia en los asuntos sirios.


Mientras que la región de Palestina estuvo bajo dominio persa y durante la primera época islamista, los peregrinos cristianos fueron, en general, tratados correctamente. Uno de los primeros gobernantes islámicos, el califa Umar ibn al-Jattab, permitía a los cristianos llevar a cabo todos sus rituales salvo cualquier tipo de celebración en público. Sin embargo, a comienzos del siglo XI, el califa fatimí Huséin al-Hakim Bi-Amrillah comenzó a perseguir a los cristianos en Palestina, persecución que llevaría, en 1009, a la destrucción del templo más sagrado para ellos, la Iglesia del Santo Sepulcro. Más adelante suavizó las medidas contra los cristianos y, en lugar de perseguirles, creó un impuesto para todos los peregrinos de esa confesión que quisiesen entrar en Jerusalén. Sin embargo, lo peor estaba todavía por llegar: Un grupo de musulmanes turcos, los selyúcidas, muy poderosos, agresivos y fundamentalistas en cuanto a la interpretación y cumplimiento de los preceptos del Islam, comenzó su ascenso al poder. Los selyúcidas veían a los peregrinos cristianos como contaminadores de la fe, por lo que decidieron terminar con ellos. En ese momento comenzaron a surgir historias llenas de barbarie sobre el trato a los peregrinos, que fueron pasando de boca en boca hasta la cristiandad occidental. Estas historias, no obstante, en lugar de disuadir a los peregrinos, hicieron que el viaje a Tierra Santa se tiñese de un aura mucho más sagrada de la que ya tenía con anterioridad.

Egipto y buena parte de Palestina se encontraban bajo el control del califato fatimí, de origen árabe y de la rama chií del Islam. Su imperio era significativamente más pequeño desde la llegada de los selyúcidas, y Alejo I llegó incluso a aconsejar a los cruzados que trabajasen conjuntamente con los fatimíes para enfrentarse a su enemigo común, los selyúcidas. Por entonces, el califato fatimí era gobernado por el califa al-Musta'li (aunque el poder real estaba en manos del visir al-Afdal Shahanshah), y tras haber perdido la ciudad de Jerusalén frente a los selyúcidas en 1076, la habían recapturado de manos de los artúquidas en 1098, cuando los cruzados ya estaban en marcha. Los fatimíes, en un principio, no consideraron a los cruzados como una amenaza, puesto que pensaron que habían sido enviados por los bizantinos, y que se contentarían con la captura de Siria, y dejarían Palestina tranquila. No enviaron un ejército contra los cruzados hasta que éstos no llegaron a Jerusalén.


Las ocho Cruzadas
La historiografía tradicional contabiliza ocho cruzadas, aunque en realidad el número de expediciones fue mayor. Las tres primeras se centraron en Palestina, para luego volver la vista al Norte de África o servir a otros intereses, como la IV Cruzada.

La I cruzada (1095-1099) dirigida por Godofredo de Bouillon, Raimundo IV de Tolosa y Bohemundo I de Tarento culminó con la conquista de Jerusalén (1099), tras la toma de Nicea (1097) y Antioquia (1098), y la formación de los estados latinos en Tierra Santa: el Reino de Jerusalén (1099), el Principado de Antioquia (1098) y los Condados de Edesa (1098) y Trípoli (1199).

La II Cruzada (1147-1149) predicada por San Bernardo de Clairvaux tras la toma de Edesa por los turcos, y dirigida por Luis VII de Francia y el emperador Conrado III, terminó con el fracasado asalto a Damasco (1148).

La III Cruzada (1189-1192) fue una consecuencia directa de la toma de Jerusalén (1187) por Saladino. Dirigida por Ricardo Corazón de Léon, Felipe II Augusto de Francia y Federico III de Alemania, no alcanzó sus objetivos, aunque Ricardo tomaría Chipre (1191) para cederla luego al Rey de Jerusalén, y junto a Felipe Augusto, Acre (1191)

La IV Cruzada (1202-1204), inspirada por Inocencio III ya contra Egipto, terminó desviándose hacia el Imperio Bizantino por la intervención de los venecianos, que la utilizaron en su propio beneficio. Tras la toma y saqueo de Constantinopla (1204) se constituyó sobre el viejo Bizancio el Imperio Latino de Occidente, organizado feudalmente y con una autoridad muy débil. Desapareció en 1291 ante la reacción bizantina que constituyeron el llamado Imperio de Nicea, al tiempo que Génova sustituía a Venecia en el control del comercio bizantino.

La V Cruzada (1217-1221), dirigida por Andrés II de Hungría y Juan de Brienne, tuvo como objetivo el sultanato de Egipto y terminó en un rotundo fracaso.

La VI Cruzada (1228-1229) fue la más extraña de todas, dirigida por un soberano excomulgado, Federico II de Alemania, alcanzó unos objetivos sorprendentes para la época: el condominio confesional de Jerusalén, Belén y Nazareth (1299), status que sin embargo duraría pocos años.
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La VII Cruzada (1248-1254) fue liderada por Luis IX de Francia. En 1254 se agotron los recursos económicos de Luis, por lo que abandonó la causa. Con su retorno a su tierra, concluyó la cruzada con un fracaso para los europeos.

La VIII cruzada (1271) también fue iniciativa de Luis IX. Dirigida contra Túnez concluyó con la muerte de San Luis ante la ciudad sitiada.


Las Cruzadas
Consecuencias
Las Cruzadas influyeron en múltiples aspectos de la vida medieval, aunque, en general, no cumplieron los objetivos esperados. Casi todas las expediciones militares sufrieron importantes derrotas. Jerusalén se perdería en 1187 y lo que quedó de las posiciones cristianas tras la III Cruzada hasta su definitiva pérdida en el siglo XIII (San Juan de Acre -1291) se limitaba a una estrecha franja litoral cuya pérdida era cuestión de tiempo. Además, los señores de Occidente llevaron sus diferencias tanto a las propias Cruzadas (Luis VII de Francia y Conrado III en la II Cruzada; Ricardo Corazón de León y Felipe II Augusto en la III) como a los estados cristianos fundados en Tierra Santa, dónde los intereses de los diferentes grupos dieron lugar a numerosos conflictos.

En el intento de reensamblar las cristiandades latina y griega, no sólo falló la Cruzada, sino que acentuó el odio y la diferencia entre ellas, convirtiéndose en causa última de la ruptura definitiva entre Roma y Bizancio. Cierto es que Bizancio pidió ayuda a Occidente, pero al modo tradicional, pequeños grupos de soldados que le ayudasen a recobrar las provincias perdidas, no con grandes ejércitos poco dispuestos a someterse a la disciplina de los mandos bizantinos, o que se convirtieran en poderes independientes en las tierras que ocupasen o en la propia Constantinopla, como ocurrió en la IV Cruzada. Historiadores como Ana Comneno o Guillermo de Tiro nos han dejado testimonios del impacto del paso de los cruzados por las tierras bizantinas y el choque entre la brutalidad de costumbres de los occidentales y el refinamiento cultural bizantino.

Por último, y a pesar de los réditos políticos que las Cruzadas tuvieron para el Papado como director de la política exterior europea, pronto se encontró Roma con voces que criticaban su uso como instrumento al servicio de los intereses papales, sobre todo desde que no se limitaron a los musulmanes, y se dirigieron también contra los disidentes religiosos o los enemigos políticos.

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